Título: ¡Escucha, marxista!
Autor: Murray Bookchin
Texto que recuperamos para la Sala de Lectura “Abajo
a la izquierda”. A pesar de ser publicado a finales de los años sesenta del
pasado siglo en los EEUU, conserva la frescura de una lectura atemporal, aportando
ideas para la reflexión y el debate de la realidad política actual.
“Las páginas de este folleto publicado originalmente en 1969 no contienen un análisis de las teorías de Marx —aunque inevitablemente las repase superficialmente— ni buscan profundizar sobre las ideas de éste. La crítica aquí recogida va dirigida a «los cretinos que se sirven de Marx para mantener vivo el sistema con remiendos y reformas», que para Bookchin no hacen más que propinar «insultos que degradan el nombre de Marx».
Analiza
los límites históricos del marxismo, los mitos en torno al proletariado y a la
labor del partido. Con una agudeza propia de sus críticas, no sólo ataca a la
nueva y vieja izquierda autoritaria —con sus momias siempre esperando el
momento para salir del sarcófago— en sus diferentes variantes y formas
organizativas, sino que también analiza y defiende las formas no jerárquicas de
organización.” Editorial diaclasa
Fuente: Recuperado el 22 de octubre de 2015
desde colección de anarquismoenpdf.tumblr.com
Notas: Publicado originalmente como Listen,
Marxist!. Extraido de la segunda edición del libro El anarquismo en la sociedad
de consumo (Post-Scarcity Anarchism), editado por Editorial Kairós. Traducción
de Rolando Hanglin.
Publicado
recientemente por la editorial diaclasa, año 2016. https://diaclasa.wordpress.com
¡Escucha, marxista!
Murray Bookchin
Toda la vieja morralla de los años treinta está
de regreso: la «línea de clase», el «papel de la clase», los «cuadros
adiestrados», el «partido de vanguardia» y la «dictadura proletaria». Todo
aquello ha vuelto, y en forma más vulgarizada que nunca. El Progressive Labor
Party no es el único ejemplo; es sólo el peor. Se huele el mismo tufillo en
varios desprendimientos de la SDS y en los círculos marxistas y socialistas de
los campus, no digamos ya en los grupos trotskistas, los Clubs Socialistas
Internacionales y la Juventud Contra la Guerra y el Fascismo.[1]
En los años treinta, al menos, esto era
comprensible. Los Estados Unidos estaban paralizados por una crisis económica
crónica, la más profunda y prolongada de su historia. Las únicas fuerzas vivas
que parecían conmover los muros del capitalismo eran los poderosos impulsos
organizativos de la CIO,[2] con sus espectaculares huelgas y sentadas
callejeras, su militancia radical, sus encuentros sangrientos con la policía.
La atmósfera política del mundo entero estaba cargada con la electricidad de la
guerra civil española, última expresión de las clásicas revoluciones obreras,
donde cada secta radical de la izquierda americana podía identificarse con su
propia columna miliciana en Madrid o Barcelona. Esto era hace treinta años. En
aquel tiempo, cualquiera que tuviera la ocurrencia de gritar «Haz el amor, no
la guerra» hubiera sido tomado por loco; el grito de entonces era «Haced empleos,
no guerras»: llanto de una era castigada por la escasez, cuando la implantación
del socialismo acarreaba «sacrificios» y suponía una «período de transición» de
cara a una economía de abundancia material. Para cualquier chico de dieciocho
años, en 1937, el concepto de cibernética hubiera sonado a ciencia ficción
desenfrenada, una fantasía sólo comparable a las visiones del viaje
interestelar. Aquel muchacho de dieciocho años acaba de cumplir la cincuentena,
y tiene las raíces plantadas en una era tan remota que difiere
cuantitativamente de las realidades del período actual en los Estados Unidos.
El propio capitalismo ha cambiado desde entonces, adoptando formas cada vez más
estratificadas que sólo podían avizorarse pálidamente hace treinta años. Y ahora
se nos propone que volvamos a la «línea de clase», la «estrategia», los
«cuadros» y todas las formas organizativas de aquel período distante, con
desprecio casi vociferante por los nuevos temas y posibilidades que han
surgido.
¿Cuándo diablos acabaremos de crear un
movimiento capaz de mirar hacia el futuro en lugar del pasado? ¿Cuándo
comenzaremos a aprender de lo que está naciendo en lugar de lo que está
muriendo? Marx intentó hacerlo en su propio tiempo, y a esto debe su perdurable
prestigio; trató de inspirar un espíritu futurista en el movimiento
revolucionario de las décadas entre 1840 y 1850. «La tradición de todas las
generaciones muertas cae como una pesadilla sobre la mente de los vivos»,
escribió en El Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte. Y precisamente cuando
parecen embarcarse en la transformación de sí mismos y de las cosas que los
rodean, precisamente en las épocas de crisis revolucionaria convocan
ansiosamente los espíritus del pasado en su ayuda, y de ellos toman prestados
nombres, slogans de barricada y vestidos, para presentar el nuevo escenario de
la historia del mundo con este disfraz santificado por el paso del tiempo, con
este lenguaje prestado. Por esto Lutero se cubrió con la máscara de Pablo el
apóstol, la revolución de 1789 y 1814 vistió alternativamente los trajes de la
República Romana y el Imperio Romano, y la de 1848 no halló nada mejor que
parodiar, a su vez, a 1789 y las tradiciones de 1793 y 1795... La revolución
social del siglo diecinueve no puede extraer su poesía del pasado, sino sólo
del futuro. No puede comenzar a vivir si no se desnuda de todas las
supersticiones relativas al pasado... Para arribar a su propio contenido, la
revolución del siglo diecinueve debe dejar que los muertos entierren a sus
muertos. Allí la frase iba más allá que el contenido; aquí el contenido supera
a la frase».[3]
¿Difiere en algo el problema de hoy, cuando nos
acercamos al siglo veintiuno? Nuevamente están los muertos andando entre
nosotros, y se han vestido irónicamente con el nombre de Marx, el hombre que
trató de enterrar a los muertos del siglo diecinueve. De modo que la revolución
de nuestro tiempo no es capaz de nada mejor que parodiar, a su vez, a las
revoluciones de octubre de 1917, a la guerra civil de 1918-1920, con su «línea
de clase», su Partido Bolchevique, su «dictadura del proletariado», su
moralidad puritana y hasta su slogan: «El poder a los soviets». La revolución
completa y multilateral de nuestro tiempo, que está por fin en condiciones de
resolver la histórica «cuestión social» nacida de la escasez, la dominación y
las jerarquías, toma ejemplo de las revoluciones parciales, incompletas y
unilaterales del pasado, que se limitaron a cambiar la forma de la «cuestión
social» reemplazando un sistema de explotación jerárquica por otro. En un
tiempo en que la mismísima sociedad burguesa se encuentra embebida en el
proceso de desintegrar todas las clases sociales que alguna vez le dieron su
estabilidad, se escuchan estas huecas proclamas de una «línea de clase». En
esta época en que todas las instituciones políticas de la sociedad jerarquizada
entran en un período de profunda decadencia, suenan huecas proclamas del
«partido político» y el «estado obrero». Mientras la jerarquía como tal es
cuestionada, escuchamos huecas proclamas sobre «cuadros», «vanguardias» y
«líderes». En el momento preciso en que la centralización y el Estado alcanzan
el punto más explosivo de negatividad histórica, se oyen estas huecas proclamas
de un «movimiento centralizado» y una «dictadura del proletariado».
Esta búsqueda de seguridad en el pasado, este
intento de hallar abrigo en un dogma fijo y una jerarquía organizativa que
sustituyan al pensamiento creativo y la praxis es la amarga evidencia de que
muchos revolucionarios son tremendamente incapaces de revolucionar «a las cosas
y a sí mismos», y mucho menos a la sociedad total. El conservadurismo
hondamente arraigado de los «revolucionarios» del PLP[4] es de una evidencia
casi dolorosa; el líder y la jerarquía autoritaria reemplazan al patriarca y a
la burocracia escolar; la disciplina del movimiento sustituye a la de la
sociedad burguesa; el código autoritario de la obediencia política reemplaza al
Estado; el credo de la «moralidad proletaria» toma el lugar de los pruritos
puritanos y la ética del trabajo. La vieja sustancia de la sociedad explotadora
reaparece bajo nuevas formas, envuelta en los pliegues de una bandera roja,
decorada con retratos de Mao (o Castro, o el Che) y adornada por el diminuto
«Libro Rojo» y otras letanías sagradas.
La mayoría de la gente que sigue perteneciendo
al PLP lo tiene bien merecido. Si pueden vivir con un movimiento que,
cínicamente, imprime sus slogans al pie de fotografías de piquetes del DRUM;[5]
si pueden leer una revista que se pregunta si Marcuse es un «copout» o un «cop»;[6]
si pueden aceptar una «disciplina» que los reduce a la condición de autómatas o
naipes de póker; si pueden utilizar las técnicas más desagradables (que han
tomado prestadas de las operaciones comerciales y el parlamentarismo burgueses)
para manipular a otras organizaciones; si pueden parasitar virtualmente cada
acción o situación con el exclusivo propósito de promover el crecimiento de su
partido —aunque esto implique la derrota de la propia acción— no merecen más
que desprecio. Cuando esta gente se autodenomina «roja» y califica a los
ataques que se le dirigen de caza de «rojos», practica una forma de macartismo
revertido. Para reformular la sabrosa descripción del stalinismo que debemos a
Trotsky, esta gente es la sífilis del movimiento juvenil radical de nuestro
tiempo. Y hay sólo un tratamiento para la sífilis: antibióticos, no argumentos.
Lo que nos preocupa en este sentido son
aquellos revolucionarios honestos que se han inclinado hacia el marxismo, el
leninismo o el trotskismo, porque buscan fervorosamente una perspectiva social
coherente y una estrategia efectiva para la revolución. También estamos
preocupados por quienes se dejan deslumbrar por el repertorio teórico de la
ideología marxista y flirtean con ella, a falta de otras alternativas
sistemáticas. A esta gente nos dirigimos como hermanos y hermanas,
convocándolos a una discusión seria y a una reevaluación comprensiva. Creemos
que el marxismo ya no es aplicable a nuestro tiempo, no porque resulte
demasiado visionario o excesivamente revolucionario, sino porque no lo es en
grado suficiente. Creemos que nació de una era de escasez y presentó una
crítica brillante de aquella era, concretamente del capitalismo industrial, y
que está naciendo una nueva era que el marxismo no abarca adecuadamente y cuyos
lineamientos sólo pudo anticipar en forma unilateral y parcial. Sostenemos que
el problema no es «abandonar» el marxismo o «anularlo», sino trascenderlo
dialécticamente, del mismo modo que Marx trascendió la dialéctica hegeliana, la
economía de Ricardo y las tácticas y modalidades organizativas blanquistas.
Consideramos que, en un estadio del capitalismo más avanzado que el que conoció
Marx hace ya un siglo, y en una etapa más avanzada del desarrollo tecnológico
que Marx pudo anticipar claramente, es necesaria una nueva crítica, que a su
vez inspire nuevas formas de lucha, de organización, de propaganda y de estilo
de vida. Llamen a estas formas como les plazca, incluso «marxismo» si lo
desean. Hemos preferido dar a este nuevo enfoque el nombre de anarquismo
postescasez, por una cantidad de contundentes razones que en las páginas que
siguen resultarán evidentes.
Los
límites históricos del marxismo
La idea de que un hombre cuyas más grandes
contribuciones teóricas fueron hechas entre 1840 y 1880 pudiera «prever» toda
la dialéctica del capitalismo resulta claramente absurda. Si aún podemos
aprender mucho de las concepciones de Marx, es más aun lo que aprenderemos de
los inevitables errores de un hombre que estaba limitado por una era de escasez
material y una tecnología que apenas incluía el uso de la energía eléctrica.
Podemos aprender hasta qué punto es diferente nuestra época con relación a toda
la historia pasada, hasta qué punto son cualitativamente distintas las
potencialidades que se nos presentan y únicos los planteamientos, análisis y
praxis que debemos acometer para hacer una revolución y no un nuevo aborto
histórico.
No se trata de que el marxismo, como «método»,
deba aplicarse a «nuevas situaciones», o que deba desarrollarse un «neo-marxismo»
para superar las limitaciones del «marxismo clásico». El intento de rescatar el
pedigree marxista, enfatizando el método sobre el sistema o agregando el
prefijo «neo» a la palabra sagrada no es más que una lisa y llana
mixtificación, dado que las conclusiones prácticas del sistema contradicen
abiertamente estos propósitos.[7] Sin embargo, éste es precisamente el estado
de cosas en la exégesis marxista de hoy. Los marxistas se basan en el hecho de
que su sistema despliega una brillante interpretación del pasado, mientras
ignoran deliberadamente las atroces desviaciones en que ha incurrido de cara al
presente y al futuro. Hablan de la coherencia que el materialismo histórico y
el análisis de clase han impreso a la interpretación de la historia, de la luz
que la concepción económica de El Capital ha echado sobre el desarrollo del
capitalismo industrial, de la brillantez con que Marx ha analizado las
revoluciones anteriores y deducido conclusiones tácticas, sin reconocer ni por
asomo que han surgido problemas cualitativamente nuevos, que en tiempos de Marx
no existían, ni muchísimo menos. ¿Puede concebirse que los problemas históricos
y los métodos de análisis clasista, íntegramente basados en una inevitable
escasez, se transplanten a una nueva era potencialmente abundante? ¿Es
concebible que un análisis económico centrado originariamente en un sistema
capitalista de «libre concurrencia» industrial se transfiera a un sistema de
capitalismo gerencial, en que el Estado y los monopolios se combinan para
manipular la vida económica? ¿Puede creerse que el repertorio táctico y
estratégico formulado durante un período en que la base de la tecnología
industrial residía en el carbón y el acero resulte aplicable para una era
basada en fuentes energéticas radicalmente nuevas, en la electrónica y la
cibernética?
Como resultado de este trasplante, un cuerpo
teórico que hace un siglo era liberador se ha convertido, hoy, en una camisa de
fuerza. Se nos pide que veamos en la clase obrera al «agente» del cambio
revolucionario, cuando vemos que el capitalismo produce contradicciones, y
agentes revolucionarios, virtualmente en todos los estratos de la sociedad,
particularmente dentro de la juventud. Se nos dice que debe guiar nuestras
tácticas el concepto de una «crisis económica crónica», a pesar de que no ha
habido tal crisis durante los últimos treinta años.[8] Se espera de nosotros
que aceptemos la «dictadura del proletariado» —un largo «período de transición»
destinado no sólo a suprimir a los contrarrevolucionarios sino también a
desarrollar una tecnología de abundancia— en momentos en que dicha tecnología
está, ya, al alcance de la mano. Se nos propone orientar nuestra «estrategia» y
nuestra «táctica» en función de la pobreza y la miseria material en una época
en que el sentimiento revolucionario se origina en la banalidad de la vida bajo
condiciones de abundancia material. Se nos pide que formemos partidos
políticos, organizaciones centralizadas, jerarquías y élites «revolucionarias»
y un nuevo Estado, en plena decadencia de las instituciones políticas como
tales, cuando la centralización, el elitismo y el estado son puestos en tela de
juicio a una escala desconocida en la historia de la sociedad jerarquizada.
Se nos propone, en pocas palabras, que volvamos
al pasado, que nos encojamos en lugar de crecer, que forcemos la impetuosa
realidad de nuestro tiempo, con sus promesas y esperanzas, y para avenirla a
los prejuicios exangües de un tiempo que ya pasó. Se pretende que operemos con
principios que están superados, no sólo en el plano teórico sino en términos
del propio desarrollo social. La Historia no se ha paralizado con la muerte de
Marx, Engels, Lenin y Trotsky; tampoco ha evolucionado en la dirección
simplista que pronosticaron estos pensadores, brillantes, sí, pero cuyas mentes
tenían las raíces en el siglo diecinueve o en los albores del veinte. Hemos
visto al propio capitalismo realizar muchas de las tareas (incluyendo el
desarrollo de una tecnología de abundancia) que se consideraban socialistas; lo
hemos visto «nacionalizar» la propiedad, armonizando la propiedad con el estado
allí donde fuera necesario. Hemos visto a la clase obrera neutralizada en tanto
que «agente del cambio revolucionario», embebida todavía en una lucha dentro
del marco «burgués» por mejoras salariales, menos horas de trabajo y
participación en los beneficios. La lucha de clases en el sentido clásico no ha
desaparecido; peor aún, ha sido asimilada por el capitalismo. La lucha
revolucionaria en los países capitalistas avanzados ha pasado a un plano históricamente
nuevo: se ha convertido en la batalla de una generación juvenil que no ha
conocido crisis crónicas de la economía, contra la cultura, los valores e
instituciones de la generación mayor, conservadora, cuya visión de la vida fue
tallada por la escasez, el sentimiento de culpa, la privación, la ética del
trabajo y la búsqueda de la seguridad material. Nuestros enemigos no son
solamente la burguesía, visiblemente atrincherada, y el aparato estatal, sino
también la concepción que sustentan liberales, socialdemócratas,
instrumentadores de los corruptos medios de masas, partidos «revolucionarios»
del pasado y, aunque resulte doloroso para los acólitos del marxismo, obreros
dominados por la jerarquía fabril, la rutina industrial y la ética del trabajo.
El caso es que, ahora, las divisiones cortan al través todas las líneas
clasistas tradicionales, trazando un espectro de problemas que ninguno de los
marxistas pudo imaginar, basándose en las sociedades de la escasez.
El mito
del proletariado
Hagamos a un lado todos los residuos
ideológicos del pasado para entrar de lleno en las raíces teóricas del
problema. La máxima contribución de Marx al pensamiento revolucionario es su
dialéctica del desarrollo social. Marx esclareció el gran movimiento desde el comunismo
primitivo, a través de la propiedad privada, hacia la forma superior del
comunismo: una sociedad comunal basada en una tecnología liberadora. Según
Marx, durante este movimiento el hombre pasa por la dominación de la
naturaleza[9] y por la dominación social. Dentro de esta dialéctica mayor, Marx
examina la dialéctica específica del capitalismo, sistema social que constituye
el último «estadio» histórico de la dominación del hombre por el hombre. En
este punto, Marx no sólo hace una profunda aportación al pensamiento
revolucionario contemporáneo (especialmente por su brillante análisis de la
mercancía) sino que también exhibe las limitaciones de tiempo y lugar que tan
decisivas resultan desde nuestra perspectiva.
La más seria de estas limitaciones se presenta
cuando Marx intenta explicar la transición del capitalismo al socialismo, de la
sociedad de clases a la sociedad sin clases. Es de vital importancia que
tengamos presente que toda esta explicación fue elaborada por analogía con la
transición del feudalismo al capitalismo, esto es, de una sociedad de clases a
otra sociedad de clases, de un sistema de apropiación a otro. En consecuencia,
señala Marx que, así como la burguesía se desarrolló dentro del feudalismo como
producto de la contradicción entre ciudad y campo (más precisamente, entre
artesanado y agricultura) el moderno proletariado se desarrollaría dentro del
capitalismo al compás del avance de la tecnología industrial. Ambas clases,
según se afirma, desarrollan sus propios intereses sociales: estos intereses
son, ciertamente, revolucionarios, y los proyectan contra la vieja sociedad en
la cual se originaron. Si la burguesía obtuvo el control de la vicia económica
mucho antes de derrocar a la sociedad feudal, el proletariado conquista su
propio poder revolucionario gracias a un sistema fabril que lo «disciplina,
unifica y organiza».[10] En ambos casos, el desarrollo de las fuerzas
productivas se hace incompatible con el sistema tradicional de relaciones
sociales. Una nueva sociedad reemplaza a la vieja.
He aquí la pregunta crítica: ¿Podemos explicar
la transición de una sociedad clasista a una sociedad sin clases por medio de
la misma dialéctica que aplicamos a la etapa de transición entre dos sociedades
de clases? No se trata de un problema académico ni de una especulación en torno
a abstracciones lógicas, sino de un interrogante concreto y real de nuestro
tiempo. Hay profundas diferencias entre el desarrollo de la burguesía bajo el
feudalismo y el del proletariado bajo el capitalismo, que Marx no supo
anticipar o no pudo ver con claridad. La burguesía había logrado controlar la
actividad económica mucho antes de tomar el poder; antes de asumir el dominio
político se instaló como clase dominante, material, cultural e ideológicamente.
El proletariado, en cambio, no controla la vida económica. A pesar de su papel
indispensable dentro del proceso industrial, la clase obrera ni siquiera es
mayoría en la población, y su estratégica posición dentro de la economía sufre,
hoy día, la erosión de la cibernética y otros progresos tecnológicos.[11] De
aquí que, para el proletariado, suponga un acto de elevada conciencia social,
utilizar su poder para producir una revolución. Hasta ahora, esta toma de
conciencia se ha visto bloqueada por el hecho de que el medio fabril es uno de
los reductos mejor atrincherados de la ética del trabajo, los sistemas
jerarquizados de administración y la obediencia a los líderes; en tiempos
recientes se ha volcado a la producción de mercancías superfinas y armamentos.
La fábrica no sólo se cuida de «disciplinar», «unificar» y «organizar» a los
trabajadores, sino que además lo hace en una forma acabadamente burguesa. En el
medio fabril la producción capitalista no sólo renueva, diariamente, las
relaciones sociales del capitalismo, como observaba Marx, sino que también
renueva la psique, los valores y la ideología del capitalismo.
Marx percibía este hecho en grado suficiente
como para buscar razones más consistentes que la mera explotación, o los
conflictos sobre horarios y jornales, como impelentes del proletariado hacia la
acción revolucionaria. En su teoría general de la acumulación del capital trató
de delinear las leyes objetivas e insalvables que lanzarían al proletariado a
la acción revolucionaria. Así fue como elaboró su famosa teoría de la
pauperización: la competencia entre capitalistas los obliga a reducir
progresivamente los precios, y esto a su vez supone una merma continua en los
salarios con el consiguiente y absoluto empobrecimiento de los trabajadores. El
proletariado se ve empujado a la revuelta porque, con el proceso de competencia
y centralización del capital, «crece la masa de miseria, opresión, esclavitud y
degradación».[12]
Pero el capitalismo no se ha aquietado desde
los días de Marx. Este escribió sus obras a mediados del siglo diecinueve: no
podía esperarse que captara todas las implicaciones de sus propias
observaciones sobre la centralización del capital y el desarrollo de la
tecnología. No podía exigírsele que previera las proyecciones del capitalismo,
no sólo desde el mercantilismo hasta la forma industrial que predominaba en su
época —desde los monopolios comerciales apoyados por el estado hasta las
unidades industriales altamente competitivas— sino también hacia un retorno a
los orígenes mercantilistas, asociado a la centralización del capital y
reasumiendo la forma monopólica semi-estatal en un nivel superior. La economía
tiende a combinarse con el estado y el capitalismo comienza a «planificar» su
desarrollo, en lugar de dejarlo exclusivamente librado al interjuego de la
concurrencia y las fuerzas del mercado. No cabe duda de que el sistema no ha
abolido la lucha de clases tradicional, pero se cuida bien de contenerla,
sirviéndose de sus inmensos recursos tecnológicos para atraerse a los sectores
más estratégicos de la clase obrera.
Así se despoja a la teoría de la pauperización
de todo su peso y, en los Estados Unidos, la lucha de clases tradicional no
deviene guerra clasista. Se mantiene íntegramente dentro de los límites
burgueses. El marxismo se convierte, de hecho, en una ideología. Es asimilado
por las formas más avanzadas del capitalismo de Estado: notoriamente, por
Rusia. En una increíble ironía de la historia, el «socialismo» marxista acaba
por convertirse, en gran medida, en el propio capitalismo de Estado que Marx no
supo anticipar con su dialéctica del capitalismo.[13] El proletariado, en lugar
de transformarse en clase revolucionaria en el seno del capitalismo, actúa como
un órgano más en el cuerpo de la sociedad burguesa.
A esta altura de la historia, debemos
preguntarnos si una revolución social que pretende instaurar una sociedad sin
clases puede surgir de un conflicto entre las clases tradicionales de una
sociedad clasista, o si ese tipo de revolución social sólo ha de sobrevenir a
la descomposición de las clases tradicionales, a través de la emergencia de una
«clase» completamente nueva, cuya propia esencia reside en que no es una clase,
sino un estrato revolucionario en crecimiento. Para responder a este
interrogante, será provechoso volver a la dialéctica general que Marx concibió
para la sociedad humana en su conjunto, sin referirnos al modelo que extrajo
del pasaje de la sociedad feudal al capitalismo. Así como los clanes y linajes
primitivos comenzaron a diferenciarse en clases, existe actualmente una
tendencia a que las ciases se descompongan en subculturas totalmente nuevas,
que recuerdan a las formas precapitalistas de relación social. Pero ya no se
trata de grupos económicos; de hecho, expresan la tendencia del desarrollo
social, que comienza a trascender las categorías económicas propias de la
civilización de la escasez. Estos grupos constituyen, en la práctica, una
prefiguración ambigua c incipiente del desplazamiento de la sociedad, desde la
escasez hacia la abundancia.
Es necesario que se comprenda el proceso de
descomposición de clases en todas sus dimensiones. Destaquemos el término
«proceso»: las clases tradicionales no desaparecen, ni tampoco —por otra parte—
la propia lucha de clases. Sólo una revolución social podría suprimir la
estructura de dominio clasista y los conflictos que genera. El problema radica
en que la lucha tradicional de clases pierde sus connotaciones revolucionarias;
se revela como fisiología de la sociedad establecida, y no como los dolores de
un trabajo de parto. En realidad, la lucha de clases en su forma tradicional
estabiliza a la sociedad capitalista, «corrigiendo» sus abusos: salarios, horas
de trabajo, inflación, nivel de empleo, etc. En la sociedad capitalista, los
sindicatos se convierten en «contra-monopolios» de los monopolios industriales,
incorporándose a la economía neomercantil estatificada. Existen conflictos más
o menos agudos dentro de esta estructura, pero, en su conjunto, los sindicatos
sirven al sistema y favorecen su perpetuación.
Reforzar esta estructura de clases parloteando
sobre el «papel de la clase obrera», reforzar la lucha tradicional de clases
adjudicándole un supuesto contenido «revolucionario», infectar con «obreritis»
al nuevo movimiento revolucionario de nuestro tiempo es reaccionario hasta la
médula. ¿Hasta cuándo habrá que recordar a los doctrinarios marxistas que la
historia de la lucha de clases es la historia de una enfermedad, de las heridas
abiertas por la famosa «cuestión social», por el desarrollo unilateral del
hombre, en su intento de dominar a la naturaleza por medio del dominio del
prójimo? Si el subproducto de esta enfermedad ha sido el desarrollo
tecnológico, sus productos principales han sido la represión, un terrible
derramamiento de sangre y una distorsión feroz de la psique humana.
Próximo el fin de la enfermedad, cicatrizadas
ya algunas de las heridas, el proceso comienza a desplegarse hacia la
totalidad; el contenido revolucionario de la lucha tradicional de clases ya no
existe ni como elaboración teórica ni como realidad social. El proceso de
descomposición no sólo abarca la estructura tradicional de clases, sino también
la familia patriarcal, los regímenes autoritarios de educación y crianza, las
instituciones y las costumbres basadas en el esfuerzo, el renunciamiento, la
culpa y la represión sexual. El proceso de desintegración, en pocas palabras,
se ha generalizado, atravesando virtualmente todas las clases tradicionales,
sus valores e instituciones. Ha creado formas de lucha, pautas organizativas y
reivindicaciones totalmente nuevas: reclama un concepto absolutamente nuevo en
la teoría y la praxis.
¿Qué significa esto, concretamente? Comparemos
dos concepciones, la marxista y la revolucionaria. El teórico marxista nos
propondrá un acercamiento al obrero —o, mejor aún, «entrar» en la fábrica— para
hacer «proselitismo» entre los obreros con preferencia a cualquier otro grupo
social. ¿El propósito? Dotar al trabajador de una «conciencia de clase». En la
vieja izquierda más neanderthaliana, esto implica cortarse el pelo, ataviarse
con ropas convencionales, dejar la grifa por los cigarrillos y la cerveza,
bailar a la vieja usanza, adoptar maneras «rudas» y desarrollar un estilo
pomposo, pesado y desprovisto de sentido del humor.
En otras palabras, uno se convierte en la peor
caricatura del obrero: no ya un «pequeño burgués degenerado» sino un degenerado
burgués. Uno imita al obrero, que, a su vez, imita a sus patrones. Esta
metamorfosis del estudiante en «obrero» encierra un pervertido cinismo. Se
intenta utilizarla disciplina inculcada al trabajador por el medio fabril para
someterlo a la del partido. Se utiliza el respeto del obrero por la jerarquía
industrial para acoplarlo a la jerarquía de partido. Esta desagradable faena,
que en caso de tener éxito sólo conduciría al reemplazo de una jerarquía por
otra, la realiza uno a costa de simular que le preocupan los problemas
económicos que cada día sufre el trabajador. Hasta la teoría marxista se
degrada conforme a esta imagen empobrecida del obrero. (Véase cualquier ejemplo
de Challenge, el National Enquirer de la izquierda. Nada fastidia más a los
obreros que este tipo de literatura). Finalmente, el trabajador descubre que, en
su cotidiana lucha de clases, la burocracia sindical le ofrece mejores
resultados que la burocracia del partido marxista. Esto se evidenció tan
espectacularmente durante los años cuarenta que, sin mayor oposición por parte
de las bases, los sindicatos se permitieron expulsar en uno o dos años a
millares de «marxistas» que habían batallado por el movimiento obrero durante
más de una década, llegando en algunos casos a la conducción máxima de las
antiguas internacionales CIO.
El obrero no se convierte en revolucionario
acentuando su condición de obrero, sino despojándose de ella. Y no es el único;
lo mismo vale para el granjero, el estudiante, el soldado, el burócrata, el
empleado dependiente, el profesional... y el marxista. El obrero no es menos
«burgués» que el granjero, estudiante, dependiente, soldado, burócrata,
profesional o marxista. Su condición obrera es la enfermedad que lo aqueja, el
mal social proyectado a dimensiones individuales. Lenin tenía esto claro en
¿Qué hacer?, pero lo camufló para la vieja jerarquía con una bandera roja y
alguna verborrea revolucionaria. El obrero comienza a transformarse en
revolucionario cuando reniega de su «condición obrera», cuando comienza a
detestar su situación de clase aquí y ahora, cuando se despoja de las características
que más le alaban los marxistas: su ética de trabajo, su estructura mental
derivada de la disciplina industrial, su respeto por la jerarquía, su
obediencia a los líderes, su consumismo, sus vestigios puritanos. En este
sentido, el obrero se convierte en revolucionario en la medida en que abandona
su status de clase y desarrolla una conciencia desclasada. Degenera, y lo hace
maravillosamente. Está rompiendo, precisamente, con las cadenas clasistas que
lo ligan a todos los sistemas de dominación. Se aparta de los intereses de
clase que lo esclavizan en función del consumo, de las barriadas suburbanas y
de una concepción contable de la vida.[14]
El fenómeno más prometedor en las fábricas de
la actualidad es la aparición de jóvenes trabajadores que llevan el pelo largo,
exigen más tiempo libre en lugar de más paga, se insubordinan contra todas las
figuras autoritarias, pierden y recobran constantemente sus empleos, que por
otra parte les importan un comino, van en motocicleta y contagian a sus compañeros.
Aún más auspiciosa es la emergencia de este tipo humano en escuelas de comercio
y colegios medios, reserva de la clase trabajadora industrial del futuro. En la
medida en que obreros, estudiantes vocacionales y colegiales liguen sus estilos
de vida a los distintos aspectos de la cultura juvenil, el proletariado dejará
de ser una fuerza favorable a la conservación de lo establecido para
convertirse en una fuerza creadora.
Una situación cualitativamente nueva emerge
cuando el hombre se enfrenta a la transformación de la sociedad represiva de
clases, basada en la escasez material, en una sociedad sin clases, liberadora,
basada en la abundancia material. Un nuevo tipo humano, cada vez más numeroso,
surge de la descomposición de la estructura clasista tradicional: el
revolucionario. Este revolucionario comienza a desafiar no sólo las premisas
económicas y políticas de la sociedad jerarquizada, sino también a la jerarquía
como tal. No sólo proclama la necesidad de una revolución social sino que
también trata de vivir de un modo revolucionario en la medida en que esto es
posible dentro de la sociedad actual.[15] No sólo ataca las formas heredadas de
la dominación sino que, a la vez, improvisa nuevas formas de liberación que
toman su poesía del futuro.
Esta preparación para el futuro, esta
experimentación con las formas liberadoras de relación social post-escasez,
podrían ser ilusorias si el futuro no nos deparara más que la substitución de
una sociedad clasista por otra; pero resultan imprescindibles si lo que nos
espera es una sociedad sin clases, edificada sobre las ruinas de la sociedad
clasista. ¿Cuál será, entonces, el «agente» del cambio revolucionario? Será,
literalmente, la gran mayoría de la sociedad, proveniente de todas las clases
sociales tradicionales, y fundida en una común fuerza revolucionaria por la
descomposición de las instituciones, formas sociales, valores y estilos de vida
de la clase dominante. Típicamente, sus elementos más avanzados son los
jóvenes: la generación que no ha conocido las crisis crónicas de la economía
capitalista y cuya orientación se aleja cada vez más del mito de la seguridad
material tan difundido en la generación de los años treinta.
Descartando los manuales tácticos del pasado,
la revolución del futuro sigue el camino del menor esfuerzo, devorando las
distancias que la separan de las áreas más sensibles de la población, sin
reparar en su «posición de clase». Se nutre de todas las contradicciones de la
sociedad burguesa, no sólo de las contradicciones de 1860 y 1917. De aquí que
atraiga a Lodos aquellos que sienten la carga de la explotación, la pobreza, el
racismo, el imperialismo y también a quienes ven sus vidas frustradas por el
consumismo, la rutina suburbana, los medios de comunicación de masas, la
escuela, los supermercados y el sistema de represión sexual. La forma de la
revolución resulta, así, tan total como su contenido: sin clases, sin
apropiación, sin jerarquía y totalmente liberadora.
Obstruir este proceso revolucionario con las
manidas recetas del marxismo, parlotear sobre «lucha de clases» o «el papel de
la clase obrera» implica una subversión del presente y el futuro en beneficio
del pasado. Anteponer una ideología esterilizante a base de divagaciones sobre
los «cuadros», el «partido de vanguardia», el «centralismo democrático» y la
«dictadura del proletariado» es pura contrarrevolución. A este problema de la
«cuestión organizativa» —vital contribución del leninismo al marxismo— debemos
dedicar, ahora, alguna atención.
El mito
del partido
No son los partidos, grupos y cuadros quienes
realizan las revoluciones sociales: éstas ocurren como resultado de fuerzas
históricas profundamente asentadas, y contradicciones que movilizan a grandes
sectores de la población, No sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran
intolerable a la sociedad existente (como decía Trotsky) sino también a causa
de la tensión entre lo real y lo posible, entre lo-que-es y lo-que-podría-ser.
La miseria más abyecta no produce revoluciones, por sí sola; más bien suele
engendrar una profunda desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la
supervivencia.
La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la
conciencia de sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básicamente, el
producto de una «situación intolerable», de una devastadora guerra
imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente destruidos por una guerra
civil aún más sangrienta, por el hambre y la traición. Lo que resultó de la
revolución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de todas las
esperanzas de construir una nueva sociedad. La Revolución Rusa fracasó
penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de Estado.[16] Los
bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia ideología y pagaron con sus
vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años treinta. Es
ridículo pretender extraer de esta revolución en la escasez las normas de una
sabiduría única. Lo que podemos aprender de las revoluciones del pasado es lo
que todas las revoluciones tienen en común, y sus profundas limitaciones en comparación
con las enormes posibilidades que actualmente se nos presentan.
La característica más llamativa de las
revoluciones conocidas radica en lo espontáneo de sus comienzos. Si examinamos
la fase inicial de la Revolución Francesa de 1789, las de 1848, la Comuna de
París, la Revolución de 1905 en Rusia, el derrocamiento del zar en 1917, la
revolución húngara de 1956 o la huelga general de 1968 en Francia, observaremos
que, en términos generales, todos estos fenómenos comenzaron del mismo modo: un
período de fermentación culminando, espontáneamente, con un alzamiento de las
masas. El éxito o fracaso de este alzamiento depende de su decisión y de que
las tropas carguen —o no— contra el pueblo.
El «glorioso partido», cuando existe, marcha
casi invariablemente a la zaga de los acontecimientos. En febrero de 1917, la
organización bolchevique de Petrogrado se opuso a las huelgas, precisamente en
vísperas de la revolución que acabaría por derrocar a los zares.
Afortunadamente, los obreros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a
la huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio más sorprendido por
la revolución que los partidos «revolucionarios», bolcheviques incluidos.
Recuerda el dirigente bolchevique Kayurov: «No hubo, absolutamente, iniciativas
directrices del partido... el comité de Petrogrado había sido arrestado, y el
representante del Comité Central, camarada Shliapnikov, no estaba en
condiciones de emitir directivas para el día siguiente».[17] Tal vez fue un
hecho afortunado. Antes del arresto del comité de Petrogrado, su evaluación de
la situación y de su propio papel había sido tan débil que, si los obreros
hubieran seguido sus indicaciones, es probable que la revolución no hubiera
estallado en aquel momento.
Cosas parecidas pueden decirse de los
alzamientos que precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo
la huelga general, de mayo y junio de 1968, en Francia, para citar sólo el caso
más reciente. Existe una tendencia a olvidar convenientemente el hecho de que
había cerca de una docena de organizaciones de tipo bolchevique, «estrechamente
centralizadas», en París, por aquellos días. Rara vez se menciona que
prácticamente todos estos grupos de «vanguardia» desdeñaron la movilización
estudiantil hasta el 7 de mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus
contornos más agudos. La trotskistaJeunesse Communiste Révolutionnaire fue una
notable excepción, y se limitó a acompañar el proceso, siguiendo básicamente
las iniciativas del Movimiento 22 de Marzo.[18] Antes del 7 de mayo, todos los
grupos maoístas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de
periférico e insignificante; la también trotskista Fédération des Etudiants
Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y trató de que los estudiantes
abandonaran las barricadas, el 10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es
natural, un papel totalmente traidor. Lejos de conducir el movimiento popular,
los maoístas y trotskistas fueron sus cautivos. La mayor parte de estos grupos
bolcheviques utilizó desvergonzadas técnicas manipuladoras durante la asamblea
estudiantil de la Sorbona para tratar de «controlarla», creando una atmósfera
tensa que desmoralizó a todo el cuerpo. Finalmente, para completar esta ironía,
todos los grupos bolcheviques rompieron a parlotear sobre la necesidad de una
«vanguardia centralizada» ante el colapso del movimiento popular, que había
surgido a pesar de sus directivas y, a menudo, contrariándolas.
Las revoluciones y los alzamientos dignos de
mención no sólo tienen una fase inicial magníficamente anárquica, sino que
también tienden a crear sus propias modalidades de autogobierno revolucionario.
Las secciones parisinas de 1793-94 fueron las formas de autogobierno más
notables de todas las revoluciones sociales de la historia.[19] Los consejos o
«soviets» instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran formalmente
más convencionales. Aunque menos democráticos que las secciones, estos consejos
habrían de reaparecer en muchas revoluciones posteriores.
A esta altura debiéramos preguntarnos cuál es
el rol que juega el partido «revolucionario» en todos estos movimientos. Al
principio, como acabamos de ver, tiende a servir una función inhibitoria y no a
ocupar la «vanguardia». Allí donde ejerce alguna influencia, tiende a
desacelerar el rumbo de los acontecimientos, y no a «coordinar» las fuerzas
revolucionarias. Esto no es accidental. El partido está estructurado conforme a
líneas jerárquicas que reflejan a la misma sociedad, que se pretende combatir.
A pesar de sus pretensiones teóricas, es un
organismo burgués, un Estado en miniatura con un aparato y unos cuadros cuya
función es tomar el poder, y no disolverlo. Arraigado en el período
prerrevolucionario, asimila todas las formas, técnicas y mecanismos mentales de
la burocracia. Sus miembros son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios
de un dogma rígido, y se les enseña a reverenciar a la autoridad de los
líderes. El dirigente del partido, a su vez, recibe una formación compuesta de
hábitos que están asociados al comando, la autoridad, la manipulación y la
egomanía. Esta situación se agrava cuando el partido interviene en elecciones
parlamentarias. Durante las campañas electorales, el partido de vanguardia se
amolda totalmente a las formas burguesas convencionales y adquiere, incluso, la
parafernalia de los partidos electorales. La situación cobra dimensiones
auténticamente críticas cuando el partido recurre a la gran prensa, a costosos
locales, a cadenas periodísticas controladas y desarrolla un «aparato»
profesional; una burocracia, en una palabra, con velados intereses materiales.
Con la expansión del partido, aumenta
invariablemente la distancia entre los dirigentes y las bases. Sus líderes,
convertidos en «personalidades», pierden contacto con las condiciones de vida
de la masa. Los grupos locales, que conocen mejor su propia situación que
cualquier líder remoto, son obligados a subordinar sus puntos de vista a las
directivas emanadas de lo alto. La dirección, a falta de todo conocimiento
directo de los problemas locales, actúa con prudencia y moderación. Aunque
suelen aducirse justificaciones a base de una «visión más amplia» y de una
mayor «competencia teórica», la idoneidad de los dirigentes tiende a disminuir
a medida que asciende la jerarquía del comando. Cuanto más nos aproximarnos al
nivel donde se formulan las decisiones concretas, tanto más conservador es el
proceso de elaboración de las decisiones, tanto más burocráticos y exteriores
los factores en juego, tanto más reemplazan el prestigio y la antigüedad a la
creatividad, la imaginación y la entrega desinteresada a los objetivos
revolucionarios.
El partido pierde eficacia, desde un punto de
vista revolucionario, cuando la busca a través de la jerarquía, los cuadros y
la centralización. Aunque todo y todos están en su lugar, las órdenes suelen
resultar erróneas, especialmente cuando los acontecimientos se desarrollan con
rapidez y tornan cursos inesperados, como ocurre en todas las revoluciones. El
partido sólo es eficiente en la tarea de amoldar la sociedad a su propia imagen
jerárquica, cuando triunfa la revolución. Regenera la burocracia, la
centralización y el Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el
Estado.
Ampara las condiciones sociales creadas por
este tipo de sociedad. En lugar de «suprimirlas», el Estado controlado por el
«glorioso partido» preserva las condiciones que hacen «necesaria» la existencia
del Estado, y la de un partido que lo «guarde».
Por otro lado, este tipo de partido es
extremadamente vulnerable durante los períodos de represión. La burguesía no
tiene más que echar mano a sus dirigentes para inmovilizar a todo el
movimiento. Con sus líderes presos u ocultos, el partido se paraliza; los
disciplinados militantes no tienen a quién obedecer y tienden a disgregarse.
Cunde la desmoralización. El partido se descompone no sólo debido a la
atmósfera represiva sino también a su indigencia en materia de recursos
internos.
La descripción que acabo de reseñar no es una
serie de inferencias hipotéticas sino un esbozo compuesto por las
características de todos los partidos marxistas de masas del último siglo: los
socialdemócratas, los comunistas y el partido trotskista de Ceylán, que es el
único de masas en su tipo. Pretender que estos partidos fracasaron porque no
tomaron en serio sus principios marxistas equivale a soslayar otra pregunta: ¿A
qué se debió, en principio, esta incapacidad? El hecho es que estos partidos
fueron asimilados por la sociedad burguesa porque estaban estructurados según
lineamientos burgueses. El germen de la traición estaba en ellos desde su
nacimiento.
El Partido Bolchevique eludió esta suerte entre
1904 y 1917 por una sola razón: durante casi todos los años anteriores a la
revolución, fue una organización ilegal. El partido fue reiteradamente
desintegrado y reconstituido, con el resultado de que, hasta la toma del poder,
no llegó a organizarse como máquina plenamente centralizada, burocrática y
jerárquica. Además, estaba dividido en facciones; una atmósfera intensamente
facciosa persistió durante todo 1917 y hasta la guerra civil. A pesar de lodo,
la dirección bolchevique era extremadamente conservadora, rasgo que Lenin se
vio obligado a combatir en 1917: primero, con sus esfuerzos para orientar al
Comité Central contra el gobierno provisional (el famoso conflicto en torno a
las «Tesis de Abril») y luego, en octubre, llevando al Comité Central a la
insurrección. En ambos casos, amenazó con renunciar al Comité Central y
presentar sus puntos de vista a los «cuadros de base del partido».
En 1918, las disputas facciosas sobre el problema
del tratado de Brest-Litovsk se tornaron tan serias que los bolcheviques
estuvieron a punto de dividirse en dos partidos comunistas enemigos. Los grupos
bolcheviques de oposición, como los centralistas democráticos y la Oposición
Obrera, libraron amargas batallas dentro del partido durante 1919 y 1920, para
no mencionar los movimientos opositores que se desarrollaron dentro del
Ejército Rojo a causa de las inclinaciones centralizadoras de Trotsky. La
centralización total del partido bolchevique —luego recibió el nombre de
«unidad leninista»— no se produjo hasta 1921, cuando Lenin logró que el Décimo
Congreso del Partido proscribiera las facciones. Para esas fechas, la mayoría
de la Guardia Blanca había sido aplastada, y los intervencionistas extranjeros
habían retirado sus tropas de Rusia.
Jamás insistiremos demasiado en la observación
de que los bolcheviques centralizaron el partido hasta el punto de aislarse de
la clase obrera. Este fenómeno ha sido poco investigado en los círculos
leninistas de la actualidad, aunque Lenin, en su momento, tuvo la honestidad de
admitirlo. La historia de la Revolución Rusa no es sólo la historia del Partido
Bolchevique y sus acólitos. Bajo el flujo de los acontecimientos oficiales que
describen los historiadores soviéticos, transcurría otro fenómeno, más
profundo; la espontánea movilización de los obreros y campesinos
revolucionarios, que luego chocaría violentamente, contra la política
burocrática de los bolcheviques. Con el derrocamiento del zar, en febrero de
1917, los trabajadores de casi todas las fábricas de Rusia establecieron
espontáneamente sus comités de fábrica. En junio de 1917, tuvo lugar en
Petrogrado una conferencia de comités de fábrica de todas las Rusias, que
proclamó la necesidad de «un amplio control de la producción y la distribución
por los trabajadores». Rara vez se mencionan estas exigencias en los relatos
leninistas de la Revolución Rusa, a pesar de que la conferencia se asoció a la
línea bolchevique. Trotsky, que describe los comités de fábrica como «la
representación más directa e indudable del proletariado en todo el país», sólo
trata ocasionalmente el tema en los tres volúmenes de su historia de la
revolución. Sin embargo, tan importantes eran estos organismos espontáneos de
autogobierno que Lenin, cuando desesperaba de obtener el control de los soviets
en el verano de 1917, se preparó a lanzar la consigna de «todo el poder a los
comités de fábrica» en lugar de «todo el poder a los soviets». Esta proclama
hubiera catapultado a los bolcheviques hacia una posición por completo
anarco-sindicalista, aunque es dudoso que la hubieran conservado por mucho
tiempo.
Con la Revolución de Octubre, todos los comités
de fábrica tomaron el control de las plantas productivas, expulsando a la
burguesía y dominando por completo el funcionamiento industrial. Al aceptar el
concepto del control obrero con su famoso decreto del 14 de noviembre de 1917,
Lenin no hizo más que reconocer un hecho consumado. Los bolcheviques no se
atrevieron a oponerse a los trabajadores en aquellos comienzos; prefirieron
desgastar el poder de los comités de fábrica. En enero de 1918, dos meses
escasos después de «decretar» el control obrero de la producción, Lenin comenzó
a abogar por que la administración de las fábricas fuera encargada a los
sindicatos. La historia de que los bolcheviques experimentaron «pacientemente»
con el control obrero, encontrándolo en definitiva «caótico» o «ineficiente»,
es un mito. Su «paciencia» no duró más que unas pocas semanas, Lenin no sólo
suprimió el control obrero directo en el término de unas semanas, a partir del
decreto del 14 de noviembre, sino que hasta el control por los sindicatos tuvo
vida corta. Hacia el verano de 1918, casi toda la industria rusa se regía por
formas de administración burguesa. Como decía Lenin: «la revolución exige...
precisamente en interés del socialismo, que las masas obedezcan sin objeciones
las directivas únicas de los líderes del proceso productivo».[20] De aquí en
adelante, se condena al control obrero de la producción no sólo por
«ineficiente», «caótico» y «poco práctico» sino también por ¡«pequeño burgués»!
El comunista de izquierdas Osinsky censuró
amargamente todos estos conceptos espurios, advirtiendo al partido que «el
socialismo y la organización socialista serán edificados por el proletariado
mismo, o no lo serán en absoluto; se estará edificando otra cosa; el
capitalismo de Estado».[21] En «interés del socialismo», el Partido Bolchevique
apartó al proletariado de todos los terrenos que había conquistado por su propio
esfuerzo e iniciativa propia. El partido no coordinó la revolución, ni siquiera
la dirigió; la dominó. Primero el control obrero, y luego el control sindical,
fueron reemplazados por una elaborada jerarquía, tan monstruosa como cualquier
estructura de los tiempos prerrevolucionarios. Como se vería en años
posteriores, la profecía de Osinsky se había vuelto realidad.
El problema de «quién debe prevalecer» —los
bolcheviques o las «masas» de Rusia— no se limitaba, en modo alguno, a las
fábricas. Una turbulenta guerra campesina había rebasado al movimiento obrero.
A pesar de lo que rezan los relatos leninistas oficiales, el alzamiento agrario
no consistía en una mera redistribución de la tierra en parcelas privadas. En
Ucrania, campesinos inspirados por las milicias anarquistas de Néstor Makhno y
guiados por la máxima comunista de «tomar de cada uno de acuerdo a su
capacidad; darle de acuerdo a sus necesidades» establecieron un sinnúmero de
comunas rurales. Por todas partes, en el norte y en el Asia soviética,
emergieron varios miles de estos organismos, en parte por iniciativa de la
izquierda socialrevolucionaria y en gran medida como resultado de los
tradicionales impulsos colectivistas que provenían de la aldea rusa, o mir.
Poco importa que estas comunas fueran numerosas o que agruparan a grandes
cantidades de campesinos; el hecho es que se trataba de auténticos organismos
populares, núcleos de un espíritu moral y social que se alzaba muy por encima
de los valores deshumanizados de la sociedad burguesa.
Los bolcheviques temieron a estos organismos
desde el principio, y finalmente los condenaron. Para Lenin, la forma superior
y más «socialista» de empresa agrícola estaba representada por la granja del
Estado: una fábrica agraria en la cual tanto la tierra como el equipo de
labranza eran de propiedad estatal, y el Estado nombraba administradores que
contrataban campesinos según un régimen de jornales. En estas actitudes hacia
el control obrero y las comunas agrícolas se advierte el espíritu y la
mentalidad esencialmente burguesa de que estaba impregnado el Partido
Bolchevique, que no sólo emanaban de sus teorías, sino también de su tipo de
organización. En diciembre de 1918, Lenin se lanzó contra las comunas con el
pretexto de que se «obligaba» a los campesinos a incorporarse a ellas. En
realidad, poca o ninguna coacción se utilizaba para organizar estas formas
comunitarias de autogobierno. Robert G. Wesson, que estudió en detalle las
comunas soviéticas, concluye; «Quienes entraban a las comunas debían hacerlo,
fundamentalmente, por su propia voluntad».[22] Las comunas no fueron
suprimidas, pero se desalentó su crecimiento hasta que Stalin subsumió todo el
movimiento en las medidas de colectivización forzosa de finales de la década
del veinte y comienzos de la del treinta.
Hacia 1920, los bolcheviques se habían aislado
de la clase obrera rusa y el campesinado. La eliminación del control obrero, la
supresión de los makhnovistas, una atmósfera política restrictiva en el campo,
una burocracia agigantada y la demoledora indigencia material heredada de los
años de la guerra civil originaron una profunda hostilidad popular contra el
gobierno bolchevique. Con el fin de la guerra, surgió de las profundidades de
la sociedad rusa un movimiento por la «tercera revolución»: no para restaurar
el pasado, como adujeron los bolcheviques, sino para realizar las mismas
aspiraciones de libertad económica y política que habían alineado a las masas
tras el programa bolchevique de 1917. El nuevo movimiento encontró su expresión
más consciente en el proletariado de Petrogrado y entre los marineros de
Kronstadt. También tuvo entusiastas dentro del partido: el crecimiento de las
tendencias anticentralistas y anarco-sindicalistas entre los bolcheviques llegó
a tal punto que un bloque de grupos opositores, de esta orientación, obtuvo 124
escaños en una conferencia provincial de Moscú, contra 154 para los partidarios
del Comité Central.
El 2 de marzo de 1921, los «marineros rojos» de
Kronstadt se alzaron en abierta rebelión, portaestandartes de una «Tercera
Revolución de los Trabajadores». El programa de Kronstadt exigía elecciones
libres para los soviets, libertad de prensa y de palabra para los partidos
anarquistas y socialistas de izquierda, sindicatos libres, y la liberación de
todos los prisioneros afiliados a partidos socialistas. Los bolcheviques
inventaron las historias más desvergonzadas para explicar este alzamiento: en
años posteriores se ha reconocido que no fueron más que mentiras. La revuelta
fue descrita como un «complot de la Guardia Blanca», a pesar de que la gran
mayoría de los miembros del Partido Comunista de Kronstadt se unió a los
marineros —precisamente, como comunistas— denunciando a los jefes del partido
como traidores a la Revolución de Octubre. Observa Vincent Daniels en su
estudio de los movimientos de oposición bolchevique: «Tan poco se podía confiar
en los comunistas ordinarios... que el gobierno no recurrió a ellos para el
asalto de Kronstadt ni para mantener el orden en Petrogrado, donde los de
Kronstadt abrigaban mayores esperanzas de encontrar apoyo. El cuerpo principal
de tropas estaba integrado por Chekistas y cadetes del Ejército Rojo. El asalto
final de Kronstadt fue dirigido por la alta oficialidad del Partido Comunista:
un gran grupo de delegados del Décimo Congreso del Partido fue enviado
precipitadamente desde Moscú, con este propósito».[23] El régimen sufría una
debilidad interna tan acusada que la élite tenía que realizar su propio trabajo
sucio.
Aún más significativo que la revuelta de
Kronstadt fue el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado. Los
historiadores leninistas omiten este hecho de importancia crítica. Las primeras
huelgas estallaron en la fábrica Troutbotchny, el 23 de febrero de 1921. En
cuestión de días, el movimiento pasó de una fábrica a otra, hasta que el 28 de
febrero se declaró el paro en las famosas obras de Putilov. No sólo se
formulaban reivindicaciones económicas; los obreros alzaron banderas
definidamente políticas, anticipándose a todas las exigencias que, pocos días después,
proclamarían los marineros de Kronstadt. El 24 de febrero, los bolcheviques
decretaron el «estado de sitio» en Petrogrado, arrestando a los líderes de la
huelga y reprimiendo las demostraciones obreras con cadetes de la oficialidad.
El hecho es que los bolcheviques no sólo aplastaron un «motín de marineros»;
reprimieron a la propia clase obrera. Fue en este punto cuando Lenin exigió la
supresión de las tendencias internas en el Partido Comunista Ruso. La
centralización del partido era completa: estaba despejado el camino de Stalin.
Hemos examinado minuciosamente estos
acontecimientos porque nos llevan a una conclusión soslayada por la última
camada de marxistas-leninistas: el Partido Bolchevique alcanzó su máximo grado
de centralización en tiempos de Lenin, no para realizar la revolución ni para
suprimir la contrarrevolución de la Guardia Blanca, sino para llevar a cabo su
propia contrarrevolución, oponiéndose a las fuerzas sociales que afirmaba estar
representando. Se prohibieron las tendencias internas, se creó un partido
monolítico, no para evitar una «restauración capitalista» sino para contener un
movimiento de masas obreras por la democracia soviética y la libertad social.
El Lenin de 1921 se volvía contra el de 1917.
De aquí en adelante, Lenin, que, por encima de
todas las cosas había luchado por inscribir los problemas de su partido en el
contexto de las contradicciones sociales, se encontró jugando a las maniobras
organizativas en un postrero intento de detener la burocratización que él mismo
había desencadenado. No hay nada más patético y trágico que los últimos años de
Lenin. Paralizado por un cuerpo simplista de fórmulas marxistas, no logra idear
mejores contramedidas que las de tipo organizativo. Propone la formación de la
Inspección Obrera y Campesina para corregir deformaciones burocráticas en el
partido y el Estado, pero el nuevo organismo cae en manos de Stalin, tomando
formas altamente burocráticas. Lenin sugiere, entonces, que se reduzca el
tamaño de la Inspección Obrera y Campesina, integrándosela a la Comisión de
control. Aboga por la ampliación del Comité Central. Y en fin: este cuerpo debe
ampliarse, aquél debe integrarse con otro, un tercero debe ser modificado o
suprimido. El curioso ballet de las formas organizativas continúa, hasta su
propia muerte, como si el problema pudiera resolverse por medios organizativos.
Como admite Moisés Levin, notorio admirador de Lenin, el líder bolchevique
«encaraba los problemas de gobierno más bien como un jefe ejecutivo, con un
criterio estrictamente elitista. No aplicaba al gobierno sus métodos, métodos
de análisis social; se contentaba con una consideración en términos de pura
metodología organizativa».[24]
Si es cierto que, en las revoluciones
burguesas, las «frases se anteponían al contenido», en la revolución
bolchevique las formas sustituyeron al contenido. Los soviets reemplazaron a
los obreros y sus comités de fábrica, el partido a los soviets, el Comité
Central al Partido, y el Buró Político al Comité Central. En otras palabras,
los medios reemplazaron a los fines. Esta increíble sustitución de forma por
contenido es uno de los rasgos más característicos del marxismo-leninismo, En
Francia, durante los acontecimientos de mayo y junio de 1968, todas las
organizaciones bolcheviques estaban preparadas para destruir la asamblea
estudiantil de la Sorbona, con tal de aumentar su influencia y caudal de
afiliados. Su preocupación principal no era la revolución, sino las auténticas
formas sociales creadas por los estudiantes, sino el crecimiento de sus
respectivos partidos.
Sólo una fuerza social pudo haber detenido el
crecimiento de la burocracia en Rusia. Si el proletariado y el campesinado ruso
hubieran logrado ampliar el alcance del autogobierno a través del desarrollo de
comités de fábrica viables, comunas rurales y soviets libres eficientes, la
historia del país habría tomado un curso espectacularmente diferente. No puede
discutirse que el fracaso de las revoluciones socialistas en Europa, después de
la Primera Guerra Mundial, condujo al aislamiento de la revolución rusa. La
indigencia material de Rusia, sumada a la presión del mundo capitalista que la
rodeaba, conspiró claramente contra el desarrollo de una sociedad socialista o
coherentemente libertaria. Pero de ningún modo era inevitable que Rusia se
desarrollara según las pautas del capitalismo de Estado; a pesar de las
previsiones iniciales de Lenin y Trotsky, la revolución fue derrotada por
fuerzas internas y no por ejércitos invasores. Si un movimiento desde abajo
hubiera restaurado las conquistas originales de la revolución de 1917, se
habría desarrollado una estructura social multifacética, basada en el control
obrero de la industria, en una economía campesina de desarrollo libre para el
agro y en un libre juego de ideas, programas y movimientos políticos. Rusia no
habría sido aprisionada, en lo más mínimo, por cadenas totalitarias, ni el
stalinismo habría envenenado el movimiento revolucionario mundial, preparando
el camino para el fascismo y la Segunda Guerra Mundial.
La evolución del Partido Bolchevique, sin
embargo, impidió todos estos fenómenos, a pesar de las «buenas intenciones» de
Lenin y Trotsky. Al destruir el poder de los comités de fábrica en la industria
y aplastar a los makhnovistas, los obreros de Petrogrado y los marineros de
Kronstadt, los bolcheviques garantizaron el triunfo de la burocracia rusa sobre
la sociedad rusa. El partido centralizado —institución burguesa, si las hay— se
convirtió en un reducto de la más siniestra contrarrevolución. Ésta era la
contrarrevolución encubierta, escudada tras la bandera roja y la terminología
de Marx. En última instancia, lo que los bolcheviques suprimieron en 1921 no
era una «ideología» ni una «conspiración de guardias blancos» sino una lucha
elemental del pueblo ruso por liberarse de toda sujeción y asumir el control de
su propio destino.[25] A Rusia, esto le valió la pesadilla de la dictadura
stalinista; para la generación de los años treinta significó el horror del
fascismo y la traición de los partidos comunistas en Europa y los Estados
Unidos.
Las dos
tradiciones
Pecaríamos de increíble ingenuidad si
supusiéramos que el leninismo fue el producto de un solo hombre. La enfermedad
cala mucho más hondo, no sólo en las limitaciones de la teoría marxista sino
también en las del momento social que produjo al marxismo. Si esto no se
comprende con claridad, seguiremos tan ciegos a la dialéctica de los
acontecimientos actuales como lo estuvieron Marx, Engels, Lenin y Trotsky en su
momento. Y esta ceguera sería en nosotros mucho más reprobable, porque contamos
con una riqueza de experiencia de la que carecían estos hombres cuando
desarrollaron sus teorías.
Karl Marx y Friedrich Engels eran centralistas:
no sólo políticamente, sino también en lo social y económico. Jamás lo negaron,
y sus escritos rebosan de radiantes elogios a la centralización política,
económica y organizativa. Ya en marzo de 1850, en su famoso «Informe del Comité
Central de la Liga Comunista», formularon una llamada a los obreros para que
lucharan no sólo por «una república alemana única e indivisible, sino también,
dentro de ella, por la más decidida centralización del poder en manos de la
autoridad estatal». Para que la recomendación no fuera tomada a la ligera, se
la reiteró continuamente en el mismo párrafo, que concluye así: «Como en
Francia en 1793, también hoy en Alemania es tarea del auténtico partido
revolucionario la instauración de una centralización estricta».
El mismo tema reaparece continuamente en años
posteriores. Al estallar la guerra franco-prusiana, por ejemplo, Marx escribe a
Engels: «Los franceses necesitan un correctivo. De vencer los prusianos, la
centralización del poder estatal resultará útil a la centralización de la clase
obrera alemana».[26]
Sin embargo, Marx y Engels no fueron
centralistas porque los sedujeran las virtudes del centralismo per se. Muy al
contrario: marxismo y anarquismo han coincidido siempre en que una sociedad
liberada, comunista, implica una descentralización profunda, la disolución de
la burocracia, la abolición del Estado y la desintegración de las grandes
ciudades. «La abolición de la antítesis entre ciudad y campo no es sólo posible
—apunta Engels en el Anti-Dühring— sino que se ha convertido en una necesidad
directa... sólo la fusión de ciudad y campo pondrá fin al actual envenenamiento
del aire, el agua y la tierra...» Para Engels, esto supone una «distribución
uniforme de la población sobre todo el país»[27] en otras palabras, la
descentralización física de las ciudades.
Los orígenes del centralismo marxista radican
en los problemas planteados por la formación del Estado nacional. Hasta bien
entrada la segunda mitad del siglo diecinueve, Alemania e Italia estaban
divididas en multitud de ducados, principados y reinos independientes. La
consolidación de estas unidades geográficas en naciones unificadas, creían Marx
y Engels, era un sine qua non del desarrollo de la industria moderna y el
capitalismo. Su elogio del centralismo no se inspiraba, pues, en una mística
centralista, sino que se basaba en los acontecimientos del período en que
vivían: el desarrollo de la tecnología y el comercio, de una clase obrera
unificada, y del Estado nacional. En este aspecto les preocupaba la emergencia
del capitalismo, las tareas de la revolución burguesa en una era de inevitable
escasez material. El concepto marxiano de «revolución proletaria», por otra
parte, es marcadamente distinto. Marx saluda con entusiasmo a la Comuna de
París como «modelo para lodos los centros industriales de Francia». «Este
régimen —escribe— una vez establecido en París y en los centros secundarios,
obligará al viejo gobierno centralizado de las provincias a dar paso, también,
al autogobierno de los productores». (La bastardilla es mía.) Indudablemente,
la unidad nacional no se disolvería, y durante la transición hacia el comunismo
existiría un gobierno central, aunque con funciones limitadas.
No intento abrumar al lector con citas de Marx
y Engels, sino subrayar que los conceptos fundamentales del marxismo —que hoy
son aceptados sin el menor sentido crítico— eran en realidad el producto de una
etapa que ha sido largamente superada por el desarrollo capitalista en los
Estados Unidos y Europa occidental. Marx no sólo trató los problemas de la
«revolución proletaria» sino también los de la revolución burguesa, particularmente
en Alemania, España, Italia y Europa oriental. Planteó la problemática de la
transición del capitalismo al socialismo en los países capitalistas que apenas
habían superado la tecnología del carbón y el acero, y la problemática del paso
del feudalismo al capitalismo para los países que aún no habían trascendido el
nivel de las artesanías y oficios. En una palabra, los estudios de Marx se
referían específicamente a las precondiciones de la libertad (desarrollo
tecnológico, unidad nacional, abundancia material) y no ya a las condiciones de
la libertad: descentralización, formación de comunidades, democracia directa,
redimensionamiento a escala humana. Sus teorías aún pertenecían a la esfera de
la supervivencia, no a la esfera de la vida.
Comprendido esto, el legado teórico marxista se
sitúa en una perspectiva adecuada, separando sus ricos aportes de sus
planteamientos históricamente limitados e incluso paralizantes dentro del
contexto actual. La dialéctica de Marx, sus muchas y muy valiosas observaciones
englobadas en el materialismo histórico, su soberbia crítica de la mercancía,
gran parte de sus teorías económicas, la teoría de la alienación, y sobre todo
la noción de que la libertad tiene prerrequisitos materiales, son
contribuciones perdurables al pensamiento revolucionario.
Al mismo tiempo, el énfasis que Marx puso en el
proletariado industrial como «agente» del cambio revolucionario, su «análisis
clasista» de la transición de la sociedad de clases, su concepto de la
dictadura del proletariado, su tendencia centralista, su tesis sobre el
desarrollo capitalista (que confunde el capitalismo de Estado con el
socialismo) sus proyectos de acción política a través de partidos electorales,
además de muchos conceptos menores asociados a todos éstos, son directamente
falsos en el contexto de nuestro tiempo, y, corno veremos, ya estaban
descaminados en su propia época. Provienen de una visión limitada, o mejor
dicho, de las limitaciones de una etapa histórica. Sólo tienen sentido si
recordamos que Marx consideraba que el capitalismo era una etapa histórica
progresiva, paso indispensable para el desarrollo del socialismo, y su
aplicabilidad práctica se reduce estrictamente al momento en que Alemania
afrontaba las tareas democrático-burguesas y la unificación nacional. (No
quiero decir que este enfoque de Marx era correcto, sino que el enfoque tenía
sentido dentro de su tiempo y lugar.)
Así como la Revolución Rusa contenía un
movimiento subterráneo de las «masas» que chocaba con el bolchevismo, existe
ahora un movimiento subterráneo histórico que se estrella contra todos los
sistemas de autoridad. En la época actual, este movimiento ha recibido el
nombre de «anarquismo», aunque nunca se constriñó a una ideología única o
cuerpo de textos sagrados. El anarquismo es un movimiento libidinal de la
humanidad contra la opresión en cualquiera de sus formas: sus orígenes se
remontan a la misma emergencia de la apropiación, la dominación clasista y el
Estado. De este período en adelante, los oprimidos han resistido a todas las formas
que tienden a contener el desarrollo espontáneo del orden social. El anarquismo
irrumpe en el trasfondo social durante todos los períodos de transición
histórica. La declinación del mundo feudal coincidió con diversos movimientos
de masas, en algunos casos de inspiración salvajemente dionisíaca, que exigían
la abolición de todos los sistemas de autoridad, privilegio y opresión.
Los movimientos anárquicos del pasado
fracasaron, básicamente, porque la escasez material, consecuencia del bajo
nivel tecnológico, viciaba toda armonización orgánica de los intereses humanos.
Toda sociedad que, en el plano material, no pudiera prometer más que una
distribución equitativa de la miseria, engendraba invariablemente una profunda
tendencia hacia la restauración del privilegio, reformulado según un nuevo
sistema. A falla de una tecnología que pudiera reducir apreciablemente la
jornada laboral, la necesidad de trabajar contaminaba las instituciones
sociales basadas en el autogobierno. Los girondinos de la Revolución Francesa
utilizaron la jornada laboral contra el París revolucionario. Para excluir a
los elementos radicales de las secciones, trataron de imponer una legislación
que establecía el fin de todas las asambleas para las diez de la noche, hora en
que los trabajadores parisinos volvían de sus empleos. Pero las fases
anárquicas de las revoluciones del pasado no abortaron sólo por culpa de las
técnicas de manipulación y las traiciones de las «vanguardias», sino también a
causa de sus propias limitaciones materiales. Las «masas» siempre se han visto
obligadas a volver a sus trabajos de toda la vida, y rara vez pudieron
establecer órganos de auto-gobierno que sobrevivieran luego de la revolución.
Sin embargo, los anarquistas como Bakunin y
Kropotkin estaban en lo cierto cuando censuraban a Marx por su énfasis
centralista y sus conceptos organizativos elitistas. ¿El centralismo era
absolutamente necesario para el progreso tecnológico? ¿El Estado nacional era
indispensable para la expansión del comercio? ¿La emergencia de grandes
empresas económicas centralizadas fue beneficiosa para el movimiento obrero?
Solemos aceptar sin crítica estas afirmaciones de Marx, en gran parte porque el
capitalismo se desarrolló dentro de un contexto político centralizado. Los
anarquistas del siglo pasado advirtieron que el enfoque centralista de Marx, en
caso de afectar el curso de los acontecimientos históricos, reforzaría de tal
modo a la burguesía y el aparato estatal que la abolición del capitalismo se
vería seriamente dificultada. El partido revolucionario, al duplicar estas
características centralizadas y jerárquicas, reproduciría la jerarquía y el
centralismo en la sociedad revolucionaria.
Bakunin, Kropotkin y Malatesta no cometieron la
ingenuidad de creer que el anarquismo podría establecerse de la noche a la
mañana. Al atribuir este delirio a Bakunin, Marx y Engels distorsionaron
deliberadamente los puntos de vista de los anarquistas rusos. Los anarquistas
del siglo pasado tampoco creían que la abolición del Estado supondría un «cese
del fuego» inmediatamente posterior a la revolución, para decirlo con los
términos oscurantistas que escogió Marx, y que Lenin repitió con ligereza en
Estado y Revolución. Además, mucho de lo que en Estado y Revolución pasa por
«marxismo» es anarquismo puro: por ejemplo, la sustitución de las fuerzas
armadas profesionales por milicias revolucionarias y la sustitución de los
cuerpos parlamentarios por órganos de autogobierno. En el panfleto de Lenin, lo
auténticamente marxista es su exigencia de un «centralismo estricto», la
aceptación de una «nueva» burocracia y la identificación de los soviets con el
Estado.
Los anarquistas del siglo pasado estaban
profundamente preocupados por el problema de industrializar sin aplastar el
espíritu revolucionario de las «masas» ni interponer nuevos obstáculos a su
emancipación. Temían que la centralización robusteciera la capacidad de la
burguesía para resistir a la revolución c inyectar un sentimiento de obediencia
a los obreros. Intentaron rescatar todas las formas comunales precapitalistas
(el mir ruso, el pueblo español, entre otros) que pudieran servir de referencia
para una sociedad libre, no sólo en un sentido estructural sino también
espiritual. Por esto proclamaron la necesidad de una descentralización, aún durante
el capitalismo. Al contrario de los partidos marxistas, sus organizaciones
prestaban especial atención a lo que llamaban «educación integral» —el
desarrollo del hombre total— para contrarrestar la influencia banalizante de la
sociedad burguesa. Los anarquistas trataban de vivir según los valores del
futuro, en la medida en que esto era posible dentro del capitalismo. Confiaban
en que la acción directa favorecería la iniciativa de las «masas», conservaría
el espíritu creativo y alentaría la espontaneidad. Trataban de desarrollar
organizaciones basadas en la ayuda mutua y la fraternidad, cuyo control se
ejercería de abajo hacia arriba, y no al revés.
Hagamos una pausa, ahora, para examinar las
organizaciones anarquistas con algún detalle. Este tema ha sido oscurecido por
una sorprendente cantidad de infundios. Los anarquistas, o al menos los
anarco-comunistas, aceptan que la organización es necesaria.[28] Esto es tan
indiscutible como Marx aceptaba la necesidad de una revolución social.
Lo que está en discusión no es «organización o
no», sino qué tipo de organización proponen los anarco-comunistas. La
diferencia está en que los anarco-comunistas proponen el desarrollo orgánico
desde abajo, en contraposición con la orquestación de cuerpos institucionales
desde arriba. Se trata de movimientos sociales que, combinan un estilo de vida
creativo y revolucionario con una teoría igualmente creativa y revolucionaria,
y no ya de partidos políticos cuyo modo de vida es indistinguible del medio
burgués que los rodea, y cuya ideología se reduce a «programas probados y
aceptados». En la medida de lo humanamente posible, tratan, de reflejar a la
sociedad liberada que constituye su aspiración, en lugar de esclavizarse en la
imitación del sistema dominante de clases, jerarquías y autoridades. Se
edifican en torno a grupos íntimos de hermanos y hermanas —grupos de afinidad—
cuya capacidad de acción común se basa en la iniciativa, las convicciones
libremente asumidas y un profundo compromiso personal, y no alrededor de un aparato
burocrático integrado por afiliados dóciles y manipulado desde arriba por un
puñado de líderes omniscientes.
Los anarco-comunistas no niegan la necesidad de
una coordinación entre los grupos, a los efectos disciplinarios, o para un
planteamiento meticuloso y cierta unidad de acción. Pero consideran que la
coordinación, la disciplina, la planificación y la unidad de acción deben
surgir voluntariamente, a través de una autodisciplina nutrida por la
convicción y la comprensión, y no por la coacción ni por una obediencia ciega a
las órdenes superiores. La eficacia que se supone privativa del centralismo,
ellos se proponen obtenerla sin recurrir a una estructura jerárquica
centralizada, En función de distintas necesidades o circunstancias, los grupos
de afinidad pueden lograr eficacia por medio de asambleas, comités de acción y
conferencias locales, regionales o nacionales. Pero se oponen enérgicamente al
establecimiento de una estructura organizativa que pudiera convertirse en un
fin en sí misma, de comités que se perpetúan después de que sus objetivos
prácticos están agotados, de una «vanguardia» que haría del «revolucionario» un
simple robot.
Estas conclusiones no son el resultado de
impulsos «individualistas» y volátiles: muy por el contrario, emergen de un
estudio preciso de las revoluciones del pasado, del impacto que los partidos
centralizados han tenido sobre el proceso revolucionario y de la naturaleza del
cambio social en una era de abundancia potencial. Los anarco-comunistas tratan
de preservar y extender la fase anárquica que abre todas las grandes
revoluciones sociales. Aún más que los marxistas, consideran que las
revoluciones son el fruto de profundos procesos históricos. Ningún comité
central «hace» una revolución; en el mejor de los casos puede orquestar un
golpe de estado, cambiando una jerarquía por otra; en el peor, es capaz de
detener un proceso revolucionario, si ejerce una influencia más o menos
extensa. Todo comité central es un órgano para la toma del poder, para recrear
el poder: se apropia de lo que las «masas» han obtenido con su propio esfuerzo
revolucionario. Hay que estar ciego a todo lo ocurrido durante los dos últimos
siglos para no reconocer estos hechos.
En el pasado, los marxistas han podido formular
un planteamiento inteligible (aunque no por eso válido) sobre la necesidad de
un partido centralizado, porque la fase anárquica de la revolución se agotaba
al chocar contra la escasez material. Económicamente, las «masas» debían volver
siempre a su esforzado trabajo de toda la vida. La revolución cesaba a las diez
de la noche, al margen de las intenciones reaccionarias de la Gironda en 1793;
el bajo nivel tecnológico la detenía. Hoy en día, esta excusa ha sido eliminada
por el desarrollo de una tecnología de abundancia, especialmente en los EE.UU.
y Europa occidental. Se ha llegado a un punto en que las «masas» pueden
comenzar a expandir drásticamente el «reino de la libertad» en el sentido
marxista, adquiriendo el tiempo libre que supone un ejercicio superior del
autogobierno.
Lo que demostraron los acontecimientos de
mayo-junio en Francia no es la necesidad de una conciencia mayor entre las
«masas». París demostró que se necesita una organización que difunda
sistemáticamente ideas: y no sólo ideas, sino ideas que promuevan el concepto
de autogobierno. A las «masas» de Francia no les faltó un Lenin que las
«organizara» o dirigiera, sino la convicción de que podrían haber gestionado
las fábricas, en lugar de limitarse a ocuparlas. Es notable que ni un solo
partido de tipo bolchevique haya alzado, en Francia, la bandera del
autogobierno. Sólo los anarquistas y situacionistas plantearon esta
reivindicación.
Existe la necesidad de una organización
revolucionaria, pero su funciones deben estar siempre claras. Su primer
objetivo es la propaganda: «explicar pacientemente», como decía Lenin. En una
situación prerrevolucionaria, la organización revolucionaria presenta las
exigencias más avanzadas: está en condiciones de formular, ante cada nuevo giro
de los acontecimientos y en forma concreta, el objetivo inmediato en la línea
del proceso revolucionario. Suministra los elementos más eficaces para la
acción y la elaboración de decisiones en los órganos revolucionarios.
¿En qué difieren, entonces, los grupos
anarco-comunistas del tipo bolchevique de partido? No, por cierto, en
cuestiones como la necesidad de una organización, de cierto planteamiento, para
la coordinación del esfuerzo, de la propaganda en todas sus formas o de un
programa social. Fundamentalmente, difieren del partido bolchevique en su
creencia de que los revolucionarios genuinos deben funcionar dentro del marco
de las formas creadas por la revolución, y no dentro de las formas creadas por
el partido. Esto significa que están comprometidos con los órganos de
autogobierno revolucionario, y no con la «organización» revolucionaria; con
formas sociales, no políticas. Los anarco-comunistas no intentan instalar una
estructura estatal sobre estos órganos populares revolucionarios sino, por el
contrario, disolver todas las formas organizativas del período
prerrevolucionario (incluyendo a las suyas propias) en el seno de estos
organismos genuinamente revolucionarios.
Las diferencias son fundamentales. A pesar de
su retórica y sus slogans, los bolcheviques rusos jamás han creído en los soviets;
los consideraban meros instrumentos del Partido Bolchevique, actitud que los
trotskistas franceses imitaron fielmente en sus relaciones con la asamblea
estudiantil de la Sorbona, así como los maoístas franceses con los sindicatos,
y los grupos de la Vieja Izquierda con el movimiento americano Students for a
Democratic Society (SDS). Hacia 1921, los soviets estaban prácticamente
muertos; el Buró Político y el Comité Central del Partido Bolchevique tornaban
todas las decisiones. Los anarco-comunistas no sólo se proponen evitar que los
partidos marxistas vuelvan a hacer esto; también tratan de impedir que su
propia organización llegue a jugar un papel similar. Por lo tanto, evitan
cuidadosamente toda emergencia de elementos burocráticos, jerarquías o élites
dentro del movimiento. No menos importante es su intento de rehacerse a sí
mismos: erradican de sus propias personalidades todo rasgo autoritario o
inclinación elitista de los que se asimilan desde la cuna en la sociedad
jerárquica. El movimiento anarquista no sólo actúa en el plano de los estilos
de vida en beneficio de su propia integridad, sino en función de la misma
revolución.[29]
Ante las desconcertantes encrucijadas
ideológicas de nuestro tiempo, hay una pregunta de fondo que debería estar
siempre presente: ¿Para qué diablos estamos tratando de hacer una revolución?
¿Para recrear la jerarquía, agitando ante los ojos de la humanidad el sueño
confuso de un futuro de libertad? ¿Para impulsar el desarrollo tecnológico,
creando una abundancia de bienes aún mayor que la actual? ¿Para «igualar» a la
burguesía? ¿Para llevar al poder al PL? ¿0 al Partido Comunista? ¿O al Partido
Socialista Obrero?[30] ¿Se trata de emancipar abstracciones como «El
Proletariado», «El Pueblo», la «Historia», la «Sociedad»?
¿O se trata de disolver, finalmente, la
jerarquía, la dominación de clases y la opresión: de que cada individuo torne
el control de su vida cotidiana?
¿Se trata de hacer de cada momento una
experiencia maravillosa, y de la vida de cada individuo una realización
integral? Si el verdadero propósito de la revolución es instalar a los hombres
de neanderthal del PL en el poder, no creo que merezca la pena. Es innecesario
discutir el problema absurdo de si el desarrollo individual puede separarse de
la evolución social y comunal; obviamente ambos van juntos. La base de un ser
humano total es una sociedad integral; la base para un hombre libre es una
sociedad libre.
Al margen de estas cuestiones, aún debemos
responder a la pregunta que Marx se planteaba ya en 1850: ¿Cuándo comenzaremos
a tomar nuestra poesía del futuro en lugar de robarla al pasado? Debemos dejar
que los muertos entierren a sus muertos. El marxismo está muerto porque tiene
sus raíces en una era de escasez, cuyas posibilidades estaban limitadas por la
privación material. El mensaje social, más importante del marxismo consiste en
que la libertad tiene ciertos prerrequisitos materiales: debemos sobrevivir,
para vivir. Con el desarrollo de una tecnología que ni la ciencia-ficción más
audaz pudo imaginar en tiempos de Marx, ha venido a plantearse ante nosotros la
posibilidad de una sociedad post-escasez. Todas las instituciones de la
sociedad de apropiación —dominación clasista, jerarquía, familia patriarcal,
burocracia, ciudad, Estado— están agotadas. Hoy, la descentralización no es
sólo deseable, como medio para restaurar una escala humana, sino también
necesaria para recrear una ecología viable, salvando a la vida de los
contaminantes destructivos y la erosión del suelo, preservando una atmósfera
respirable y el equilibrio natural. La promoción de la espontaneidad es
necesaria para que la revolución social ponga a cada individuo al timón de su
propia vida cotidiana.
Las viejas formas de lucha no desaparecen
totalmente a causa de la descomposición de la sociedad de clases, pero la
problemática de la sociedad sin clases las va superando paulatinamente. No hay
revolución social sin participación obrera, y por lo tanto los trabajadores
deben contar con nuestra solidaridad activa en cada batalla que libren contra
la explotación. Luchamos contra los crímenes sociales dondequiera que
aparezcan; y la explotación industrial es un crimen. Pero también lo son el
racismo, la violación del derecho a la autodeterminación, el imperialismo y la
miseria; y lo mismo puede decirse, por otra parte, con respecto a la polución,
la urbanización galopante, la perversa socialización de los jóvenes y la
represión sexual. En cuanto al problema de ganar a la clase obrera para la
revolución, debemos tener presente que el desarrollo del proletariado es una
precondición para la existencia de la propia burguesía. El capitalismo, como
sistema social, presupone la existencia de ambas clases, y se perpetúa gracias
al desarrollo de ambas. En la medida en que alentemos el desclasamiento de las
clases no burguesas —al menos en un sentido institucional, psicológico y
cultural— estaremos combatiendo las premisas de la dominación clasista.
Por primera vez en la historia, la fase
anárquica que saludó el principio de todas las grandes revoluciones del pasado
puede ser preservada como condición permanente, gracias a la avanzada
tecnología de nuestro tiempo. Las instituciones anarquistas de dicha fase
—asambleas, comités de fábricas, comités de acción— pueden estabilizarse como
elementos de una sociedad liberada, como factores de un nuevo sistema de
autogobierno. ¿Construiremos un movimiento capaz de defenderlas? ¿Crearemos una
organización de grupos de afinidad capaz de disolverse en el seno de estas
instituciones revolucionarias? ¿O edificaremos un partido burocrático,
centralizado, jerarquizado, que intentará dominarlas, suplantarlas y finalmente
destruirlas?
Escucha, marxista: la organización que
intentamos construir es el tipo de sociedad que creará nuestra revolución. Si
no sepultamos al pasado —en nosotros mismos, así como dentro de nuestros
grupos— no tendremos nada que ganar en el futuro.
Sobre los
grupos de afinidad
La expresión inglesa «affinity group» es la
traducción de grupo de afinidad,[31] nombre que designaba en España a la célula
básica de la Federación Anarquista Ibérica, reducto de los militantes más
idealistas de la CNT, la inmensa central anarco-sindicalista. No creo
conveniente ni posible imitar los métodos y organizaciones de la FAI. Los
anarquistas españoles de los años treinta afrontaban problemas totalmente
diferentes a los que actualmente encaran los anarquistas norteamericanos. El
grupo de afinidad, en tanto que organismo, posee sin embargo algunas
características aplicables a cualquier situación social: las reconocemos en las
formas adoptadas intuitivamente por los radicales americanos, bajo el nombre de
«comunas», «familias» y «colectivos».
El grupo de afinidad podría definirse como un
nuevo tipo de familia ampliada, en la cual los lazos de parentesco son
reemplazados por relaciones humanas profundamente empáticas, que se nutren de
unas ideas y una práctica revolucionaria comunes. Mucho antes de que el término
«tribu» conociera su actual popularidad en la contracultura americana, los
anarquistas españoles se referían a sus congresos como asambleas de las tribus.
Deliberadamente, cada grupo de afinidad conservaba sus reducidas dimensiones,
para asegurar la máxima intimidad posible entre sus miembros. Directamente
democrático, comunal y autónomo, el grupo combinaba la teoría revolucionaria
con un estilo revolucionario de vida cotidiana. Creaba un espacio libre donde
los revolucionarios podían reconstruirse a sí mismos, como individuos y como
seres sociales.
Los grupos de afinidad tenían la función de
actuar como catalizadores en el contexto del movimiento popular, pero no se
consideraban su «vanguardia»; proveían iniciativa y conciencia, no un «equipo
dirigente» ni una «jefatura». Por sus características, el grupo de afinidad
tiende a actuar en una forma molecular. La coordinación de esfuerzos o su
eventual separación depende de las situaciones que se van presentando, no de
las órdenes burocráticas de un lejano centro de comando. En casos de represión
política, los grupos de afinidad resultan altamente refractarios a la
infiltración policial. Dadas unas íntimas relaciones entre los participantes,
los grupos suelen ser difíciles de penetrar y, cuando la infiltración se
produce, no existe ningún aparato central que pueda revelar al infiltrado la
estructura de todo el movimiento. En las condiciones más severas, los grupos
siguen manteniendo contacto entre sí, por medio de sus periódicos y
publicaciones.
Por otro lado, durante períodos de actividad
intensa, nada impide a los grupos de afinidad trabajar en estrecha unión, en la
exacta medida en que así lo requiera la situación específica. Pueden federarse
con toda facilidad, a través de asambleas locales, regionales o nacionales,
para formular una política común; pueden, también, crear comités de acción
temporales (como los estudiantes y obreros franceses de 1968) coordinando
tareas específicas. Pero, ante todo, los grupos de afinidad están arraigados en
el movimiento popular. Deben fidelidad a las formas sociales creadas por el
pueblo revolucionario, y no a una burocracia impersonal. Debido a su autonomía
y localismo, los grupos conservan siempre una marcada sensibilidad a toda
posibilidad nueva. Intensamente experimentales y con muy variados estilos de
vida, se estimulan mutuamente, y estimulan al movimiento popular. Cada grupo
trata de obtener los recursos necesarios para funcionar esencialmente por sus
propios medios. Cada grupo elabora su propio cuerpo global de conocimiento y
experiencia, con el objeto de superar las limitaciones sociales y psicológicas
que la sociedad burguesa impone al desarrollo individual. Cada grupo, como
núcleo de conciencia y experiencia, trata de impulsar el movimiento
revolucionario del pueblo hasta el punto en que, finalmente, el grupo mismo
pueda desaparecer, en el seno de las formas sociales orgánicas creadas por la
revolución.
[1] El autor se refiere a organizaciones de la
nueva izquierda de USA. La sigla SDS corresponde a la radical “Students for
Democratic Society”. (N. del T.)
[2] Importante central obrera norteamericana.
(N. del T.)
[3] Karl Marx, El 18 de Brumario de Luis
Bonaparte, Ariel, Barcelona.
[4] Cuando escribí estas líneas, el Progressive
Labor Party ejercía gran influencia sobre la SDS. Aunque el PLP ha perdido casi
toda aquella influencia en el movimiento estudiantil, su organización sigue constituyendo
un buen ejemplo de la mentalidad y valores de la Vieja Izquierda. No he
modificado estas referencias porque son válidas para casi todos los grupos
marxistas-leninistas.
[5] Dodge Revolutionary Union Movement, DRUM,
parte integrante de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios, con
epicentro en Detroit.
[6] Juego de palabras basado en dos
lunfardismos. Podría traducirse por (si Marcuse es)... una política o un
poli... (N. del T.)
[7] El marxismo es, ante todo, una teoría de la
praxis, o para ubicar esta relación en su perspectiva correcta, una praxis de
la teoría. Este es el verdadero significado de la transformación marxiana de la
dialéctica, a la que desplazó de la dimensión subjetiva (donde los Jóvenes
Hegelianos aún trataban de confinar la concepción de Hegel) a la objetividad,
de la crítica filosófica a la acción social. Cuando la teoría se divorcia de la
práctica, no es que se mate al marxismo, sino que este se suicida. Aquí reside
su aspecto más noble y admirable. Los esfuerzos de los cretinos que se sirven
de Marx para mantener vivo el sistema con remiendos y reformas son insultos que
degradaban el nombre de Marx con un “academicismo” a la Maurice Dobh y George
Novack, deformando y contaminando todo lo que Marx sostenía.
[8] En realidad, los marxistas hablan muy poco,
hoy día, de la “crisis crónica (económica) del capitalismo”, a pesar de que
este concepto constituye el punto focal de la teoría económica de Marx.
[9] Por razones de carácter ecológico, podemos
aceptar no el concepto de “dominación de la naturaleza por el hombre” en el
sentido simplista que tenía para Marx hace un siglo. Este problema se analiza
en “Ecología y pensamiento revolucionario”.
[10] Los marxistas que hablan del “poder
económico” del proletariado no hacen más que repetir la posición de los
anarco-sindicalistas, a quienes Marx censuraba amargamente. A Marx no le
interesaba el “poder económico” del proletariado sino su poder político,
notoriamente a causa de su predicción de que se convertiría en parte
mayoritaria de la población. Estaba convencido de que los trabajadores
industriales serían empujados a la revolución, en principio, por la desposesión
material a que los reduciría la tendencia acumulativa del capitalismo;
organizados por las fábricas y disciplinados por la rutina industrial, podrían
constituir sindicatos y sobre todo, partidos políticos, que en algunos países
se verían precisados a usar métodos insurreccionales y en otros (Inglaterra,
Estados Unidos; luego Engels agregó Francia), podrían llegar al poder por la
vía electoral, decretando y legislando la instauración del socialismo. Gracias
a la deshonestidad de muchos marxistas para con su Marx y su Engels, algunas
importantes observaciones han quedado sin traducir; otras fueron burdamente distorsionadas.
[11] Este lugar es tan bueno como cualquier
otro para desechar la noción de que “proletario” es todo aquel que no puede
vender otra cosa que su fuerza de trabajo. Es cierto que Marx definió al
proletariado en estos términos, pero también elaboró una dialéctica histórica
del desarrollo de la clase. El proletariado surgió de una clase desposeída y
explotada, alcanzando su expresión más avanzada en el obrero industrial, que
correspondía a la forma más avanzada del capital. En los últimos años de su
vida, Marx exteriorizó cierto desprecio por los trabajadores de París, ocupados
fundamentalmente en la producción de bienes de lujo, refiriéndose a “nuestros
obreros alemanes” —los más robotizados de Europa— como proletariado “moderno”
del mundo.
[12] Trasladar la teoría marxiana de la
pauperización a términos internacionales, y no ya nacionales (como lo planteaba
Marx) es un subterfugio. En primer lugar, esta triquiñuela teórica intenta
esquivar la pregunta de por qué la pauperización no ha ocurrido dentro de las
plazas fuertes industriales del capitalismo, las únicas áreas en que se da un
punto de partida tecnológicamente adecuado para una sociedad sin clases. Si
depositamos nuestras esperanzas en el mundo colonial como “proletariado”,
estaremos tentando al genocidio. América y su nuevo aliado, Rusia, poseen todos
los medios técnicos para bombardear al mundo subdesarrollado hasta someterlo.
Acecha en el horizonte una amenaza real: la transformación de los Estados
Unidos en un imperio nazi. Es disparatado afirmar que este país es “un tigre de
papel”. Es un tigre termonuclear, y la clase dirigente norteamericana,
desprovista como está de frenos culturales, es capaz de actos aún más salvajes
que los de Alemania, si se convierte en una potencia auténticamente fascista.
[13] Consciente de esto, Lenin describía al
“socialismo” como “un monopolio capitalista estatal que opera en beneficio de
todo el pueblo” [V. I. Lenin, The Threatening Catastrophe and How todo Fight
It, The Little Lenin Library, vol. II (International Publishers, Nueva York,
1932), pág. 37]. Si uno atiende a sus implicaciones, esta afirmación resulta
por demás extraordinaria y contradictoria.
[14] En este aspecto, el obrero comienza a
aproximarse a los tipos humanos de transición social, que siempre han sido más
revolucionarios de la historia. En general, el “proletariado” ha sido más
revolucionario en los períodos de transición cuando menos “proletarizado”
estaba, psíquicamente, por el sistema industrial. Los grandes focos de las
revoluciones obreras clásicas fueron Petrogrado y Barcelona, donde los
trabajadores habían sido virtualmente arrancados del medio campesino, y París,
donde aún desempeñaban oficios artesanales o provenían directamente del medio
artesanal. Al hallar grandes dificultades para adaptarse a la dominación
industrial, estos trabajadores se convirtieron en una continua fuente de
conflictos sociales y revolucionarios. La clase obrera estable y hereditaria,
en cambio, resultó sorprendentemente no-revolucionaria. Aún en el caso del
proletariado alemán —que Marx y Engels calificaron de “clase obrera modelo”
europea— la mayoría no apoyó a los espartaquistas en 1919. Enviaron una gran
mayoría de socialdemócratas oficiales al Congreso de Comités Obreros, y al
Reichstag en años posteriores, alineándose tras el Partido Social Demócrata
hasta 1933.
[15] Este estilo de vida revolucionario puede
desarrollarse tanto en las fábricas como en las calles, en las escuelas y
barriadas, en los suburbios, el East-Side o la Bahía de San Francisco. Su
esencia es el desafío, que erosiona las costumbres, instituciones y fetiches.
[16] Este es un hecho que Trotsky jamás
comprendió, por no desarrollar hasta sus últimas consecuencias su propio
concepto de “desarrollo combinado”. Trotsky estimó correctamente que la Rusia
de los zares, rezagada en el desarrollo burgués europeo, elaboraría
aceleradamente las etapas más avanzadas del capitalismo industrial, sin
reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación
“propiedad nacionalizada = socialismo”. Trotsky no comprendió que el
capitalismo monopolista tendía a amalgamarse con el Estado, y que lo que se
instauraba en Rusia era esta nueva forma del capitalismo. Eliminadas las
estructuras burguesas tradicionales, el stalinismo preparó un “puro”
capitalismo de Estado, una contrarrevolución que reconstruyó las formas
mercantiles en un nivel industrial superior. El Estado se convirtió en clase
dominante.
[17] Citado por León Trotsky en su Historia de
la Revolución Rusa, Zero, 1973.
[18] El movimiento 22 de Marzo funcionó como
agente catalizador y no como vanguardia. No ordenó: instigó, permitiendo el
libre juego de los acontecimientos, indispensable a la dialéctica del
alzamiento; por esto los estudiantes actuaron en el momento adecuado. Sin él, no
hubieran existido las barricadas del 10 de mayo, que desencadenaron la huelga
general obrera.
[19] Ver “Las formas de la libertad”.
[20] V. I. Lenin, “Las tareas inmediatas del
Gobierno Soviético”. En este áspero artículo, Lenin abandona por completo su
perspectiva libertaria de Estado y Revolución, subrayando la necesidad de
''disciplina" y propugnando el sistema de Taylor, que antes de la
revolución condenara porque hacía del hombre un esclavo de la máquina.
[21] V. V. Osinsky, «On the Building oficina
Socialism», citado por R. V. Daniels, The Conscience of the Revolution (Harvard
University Press; Cambridge, 1960), págs. 85-86.
[22] Robert G. Wesson, Soviet Communes (Rutgers
University Press; New Brumswich; N.J., 1963), pág. 145.
[23] R. V. Daniels, op cit., pág. 145.
[24] Mosche Lewin, Lenin's Last Struggle
(Pantheon, Nueva York, 1968) página 122.
[25] Describiendo este movimiento elemental de
los trabajadores rusos como “complot del capital internacional”, “resitencia
kulak” o “conspiración de la Guardia Blanca”, los bolcheviques descendieron a
un nivel teórico paupérrimo, sin engañar a nadie salvo a sí mismos. La erosión
espiritual dentro del partido allanó el camino para la política de policía
secreta y asesinato de la personalidad, conduciendo finalmente a la
aniquilación de los cuadros bolcheviques. Esta odiosa mentalidad policial
campea, por ejemplo, en cualquier edición de la revista Progressive Labor, para
quien Marcuse es un agente de la CIA y todo adversario un “anti-obrero”.
[26] Marx-Engels, Selected Correspondence
(International Publishers; Nueva York, 1942), pág. 212.
[27] Friedrick Engels, Anti-Düring, Ciencia
Nueva, 1968.
[28] El término “anarquista” es de carácter
genérico, como “socialista”, y probablemente existen tantos tipos de anarquismo
como de socialismo. En ambos casos, el espectro abarca desde las formas extras
del liberalismo (los “anarquistas individualistas” por un lado, los
social-demócratas por el otro) hasta los comunistas revolucionarios:
anarco-comunistas por un lado y revolucionarios marxistas, leninistas y
trotskistas por el otro.
[29] Cabe señalar que este es el sentido del
dadaísmo anarquista, la excentricidad anárquica que tanta consternación produce
en la gente del PLP. Esta excentricidad anarquista se propone despedazar los
valores heredados de la sociedad jerárquica, hacen estallar las rigideces
instauradas por el proceso de socialización burguesa. En pocas palabras, se
trata de un intento de ruptura del súper yo, que tiene un efecto paralizante sobre
la espontaneidad, la imaginación y la sensibilidad, y de restaurar el sentido
del deseo, de lo maravilloso, de lo posible, de la revolución como festival
jubiloso y liberador.
[30] Progressive Labor Party (PLP, también PL)
y Socialist Workers Party (Partido Socialista Obrero en esta traducción) son
grupúsculos de la izquierda norteamericana. (N. del T.)
[31] En español en el original. (N. del T.)
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